sábado, 24 de junio de 2017

El Lechero del Pueblo




Sucedió en la localidad de Tomé, en un pueblito enclavado cerca del cerro Frutillares en un tiempo donde los abuelos eran aun los que administraban los hogares.

Rolando Hinojosa se llamaba el viejo que pasaba todas las mañanas ofertando el litro de leche. Este personaje era el único lechero que transitaba por las largas calles de arena y piedra, tenía cerca de los sesenta años pero el trabajo, el sol y quizás el sufrimiento lo hacían ver un octogenario. Contrariamente a su edad era nuevo en el rubro de vender leche, el mismo se encargaba de decir que “estaba aprendiendo”. Era simpático el hombre, de su vida solo se sabía que tenía varios hijos seguramente con una mujer de toda la vida.

A pesar del buen carácter que profesaba, a más de alguno en el pueblo le entristecía que cargara sobre sus hombros una gran lechera de aluminio de unos 40 litros, este esfuerzo sobrehumano parecía no afectar los días de Don Rola.

Muy comentada fue la situación que a las pocas semanas de ser conocido como el nuevo lechero del poblado Don Rola apareció distribuyendo su precioso producto en una remozada carreta, el hombre ya no andaba a pie y el folklórico vehículo mas el caballo fue el rápido premio de su singular esfuerzo.



¡Pueblo chico, infierno grande! En estas localidades que suelen estar alejadas de toda gran ciudad, hasta el más mínimo detalle da que hablar a sus aburridos y rutinarios habitantes, la gente comenzaba a murmurar que el origen de la riqueza de Don Rola quizás se debía a un pacto con el mismísimo Diablo, o tal vez de la olla robada a un duende, un desentierro de un tesoro pirata, una herencia de un pariente lejano, en fin… Los pueblerinos de las zonas rurales suelen ser muy crédulos.

            Luís Aguilera que era el “Practicante” y el “Boticario” del lugar y por ende el hombre más culto tenía una singular teoría:

            - Naaaaa… Ese tipo  lo que hace es echarle agua, mucha agua a la leche.

            El pueblo clamaba por cosas nuevas, todo era añejo y repetido, los pueblerinos necesitaban del mito y prefirieron la historia donde intervenía el Diablo u otra figura fabulosa.

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            Habían pasado muchos días donde se cruzaron varias otras historias que mantenían la atención en ese pueblito mientras el lechero seguía pasando sin novedad y sin prisa cada amanecer.

            Llegaría nuevamente Don Rola a ser el centro de la atención en aquel lugar, ahora sentado sobre su nueva carreta lucia un llamativo y caro sombrero de fieltro de tipo fedora, el lechero se encargaba de resaltar su trofeo relatando que era de pelo de conejo, si esto lo vemos en perspectiva el “gorro” le daba un status nunca antes alcanzado por otro habitante del pueblo.

            Ese sombrero era su tesoro máximo, lo lucia como una extraña y preciosa conquista, una especie de medalla de honor que le daba un carácter de latifundista de viejo cuño, se notaba aun mas feliz que nunca, su caminar era gallardo y orgulloso, incluso le había cambiado la voz, era todo un galán.

            El sombrero para el ahora “Don Rolando” lo había dotado de cierto poder, ya que ahora no solo se le veía vendiendo la leche sino que en toda la poca vida social que pudiese tener el pueblo. Don Rola en la plaza, Don Rola en la cantina, Don Rola en la misa dominguera, Don Rola en la cancha de fútbol y también comprando en el mercado, y en todas sus campantes apariciones mostrando su máximo logro, el sobrero fedora de color gris.

            Doña Lucía la principal casera y confidente de Don Rola ya le había explicado a las otras señoras lo mucho que el hombre se vanagloriaba de su sombrero, ella creía haber escuchado que Don Rola lo mando a encargar a la capital, y que ese gorrito venia desde muy lejos, de un país llamado Italia o Roma, ella solo sabia que era el país del Papa, Don Rola le contaba que era su “Borsalino” original, era mas valioso que su caballo y su carreta y ni siquiera el alcalde del lugar tenia un sombrero como el de él.

            El llamativo sombrero del lechero le había dado poderes míticos a su autoestima, nadie imaginaba que le pasaría al viejo si el accesorio se le llegaba a perder.


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            Un joven junto a su enamorada fueron mudos testigos de los trágicos hechos.

            La primicia nuevamente la tenía Doña Lucía, la vieja contaba que la joven pareja se habían ido a bañar al único río que pasaba por el pueblo, estos vieron al viejo descender de su carreta y hacer “algo” a sus ya varios lecheros de aluminio, Don Rola al agacharse sobre el cause del riachuelo vio impávidamente como su sombrero caía sobre las inmundas aguas y la corriente se lo llevo de la forma mas rápida posible.

            Los enamorados están seguros de escucharlo vociferar:


            -¡El río me lo dio, el río me lo quito!